jueves, 31 de mayo de 2007

BMW'S y gente sin pan


"Ahora mismo cambiaría todo lo que tengo por un poco más”
(Mr. Burns, Los Simpsons)

Se me antojó bastante triste escribir sobre nuestra “desarrollada” sociedad y a la vez la decadencia que esconde bajo un manto de superfluas apariencias.
Fue a partir de la lectura de “Síndromes modernos, tendencias de la sociedad actual” de Juan Carlos Pérez Jiménez, que me propuse escribir precisamente sobre el tema del consumismo, el materialismo, el capitalismo radical o llámese como quiera, y como el ensayista describe infinitamente mejor que yo lo que quería escribir, como me vi reflejado en cada frase y en cada palabra de su ensayo, me limitaré a resumirlo, entrecomillando las palabras textuales del autor.
El primer capítulo a modo de introducción, empieza con el acertado título de: “El mundo como supermercado”. Es en esta parte donde creo que define nuestra vida social perfectamente. Nuestra vida social es la suma del consumismo más los medios de comunicación. A través de ellos, se nos presenta un escenario en el que todo se compra y todo se anuncia por televisión. Gracias a estos, somos adictos a las compras o a las pantallas – sino a ambas – y el resultado, son elementos que nos permiten llegar a la conclusión de que nuestra salud social está por los suelos: niños violados en sus conciencias desde que son muy pequeños a través de los medios, prácticas de riesgo, y enfermedades específicas que provoca la abundancia, así como los remordimientos producidos en nuestra conciencia por un ambiente que es como un globo, muy grande y de colores vistosos, pero que por dentro solo es aire y en segundos desaparece todo.
Andando por la calle se nos abalanzan estímulos de manera que no podemos ni digerirlos, montados en el vehículo de las fotos en las revistas, los carteles, las imágenes, los escaparates, la televisión, las nuevas tecnologías, en fin, prácticamente la totalidad de los objetivos que tratemos de alcanzar con nuestra vista, están impregnados de deseos que nos cargan en la chepa, y nos convierten en caprichosos encaprichados de multitud de productos, gracias a los cuales, su adquisición nos llenará de felicidad y placer. Todo lo que queremos se encuentra en un gran almacén. Este sistema se mueve gracias a la premisa de que el ser humano siempre quiere más. Pero Bertrand Rusell dejó escrita esta reflexión: “Si se desea la gloria se puede envidiar a Napoleón. Pero Napoleón envidiaba a César, César envidiaba a Alejandro Magno y yo diría que Alejandro Magno envidió a Hércules que no existió. Por consiguiente no podemos librarnos de la envidia simplemente con el éxito, porque en la historia o la leyenda siempre habrá una persona con más éxito”. Podemos aplicarlo al sistema de consumo, siempre habrá algo más que desear, que comprar y que pagar a crédito. Y cada día son más los que están preocupados por un materialismo egoísta que convierte en frenesí el interés por la novedad. Ahora tenemos de todo, incluso más de lo que necesitamos, pero en otras cosas… en otras cosas no hemos avanzado nada.
El exceso de consumo es un problema que genera graves consecuencias sociales y personales en nuestra sociedad occidental. Comprar no tiene fin. El psicólogo Jeremy Seabrock, lo expresa así: “La única oportunidad de vernos satisfechos que podemos imaginar es tener más de lo que tenemos ahora. Pero lo que tenemos ahora hace que todo el mundo esté insatisfecho. Por lo tanto, qué conseguiremos con más: ¿más satisfacción o más insatisfacción? ”.
Eso sí, cuando compramos somos ciudadanos de pleno derecho, en ciudadanos modelo: tener mucho dinero, gastarlo según nos manda la publicidad y tener dentro de nosotros el gen consumista. El estudio y el trabajo se convierten en el instrumento para lograr el suficiente dinero para consumir lo que uno quiera, nada más.
Es curioso… Seguro que todos los que vamos o hemos ido a comprar, hemos experimentado una sensación agridulce: si nos podemos comprarnos todo lo que nos gusta nos frustramos y si gastamos demasiado nos sentimos culpables.
Pero ¿es que queda algo más por comprar? Ese 20 por cien de la población que disfruta de su estilo de vida capitalista y a la vez consume el 80 por cien de los recursos del planeta, están a punto de saciar sus deseos. Cada vez salen productos más estúpidos, marca inequívoca de una cultura saturada. Una cultura que parece incapaz de dedicarse a actividades más provechosas. ¿Queréis ser felices en este pomposo y repugnante mundo? Seguir este consejo: “Si guardas las apariencias, te diviertes con nuevas adquisiciones y entretenimientos constantes, te mantienes farmacologizado e ignoras el momento en que sientes la vida rezumar por las grietas, estarás bien”.
Hace ya muchos años que la revolución liberal hundió el sistema feudal pero hoy parece que existe una relación de vasallaje entre las grandes marcas y los clientes “que conceden, en su infinita magnificencia, relacionarse de tú a tú con nosotros, simples mortales, manteniendo el espejismo de que nosotros las escogemos a ellas”.
Y es que el período de tiempo que corre desde que satisfacemos nuestro deseo hasta que se presenta uno nuevo es cada vez más corto.
A todo esto se suma la importancia de las imágenes y las pantallas. A través de ellas se nos inyectan por así decirlo, ideología, prioridades y “valores por lo general bastante degradados: materialismo radical, cultura de la apariencia, ética de la ambición desmedida, niveles de violencia elevados y sentimentalismo edulcorado”.
De la misma manera que estamos saturados de consumo, estamos saturados de imágenes televisivas e información, pues estas son bombardeadas en nuestras mentes de manera que ni siquiera tenemos tiempo para pararnos y analizar lo que estamos presenciando, anulándose así nuestra capacidad de reflexión. Estamos conectados a todos los medios informativos posibles y gracias a estos nos alejamos de las noticias y los sucesos de nuestra vida. Así lo expresa Juan Carlos Pérez: “Las imágenes nos han inundado hasta arrasar la imaginación propia […] Han ido ganando terreno a otras formas de comunicación e intercambio, para someternos, con nuestro consentimiento, a un estado de hipnosis permanente y vaciamiento progresivo […] Ignoramos las construcciones visuales de nuestra imaginación para sustituirlas con imágenes manufacturadas por la industria audiovisual, en las cuales, por cierto, la principal motivación ha sido siempre la simple y llana intención de hacer dinero […] Mientras tengamos los ojos abiertos seremos víctimas de una fascinación calculada y arrasadora que nutre poco y engancha mucho […] La omnipresente industria audiovisual trafica con nuestra fantasía”.
Vivimos en un mundo en el que se confunde realidad y ficción – recordar el 11-S, el 11 – M, Londres etc. –, las tragedias que vemos en los noticiarios se mezclan con las películas “made in Hollywood”. Si vemos la explosión de una bomba no sabemos si los que saltan por los aires son o figurantes o efectos especiales o personas humanas.
Pérez Jiménez define nuestra cultura como narcisista: “Estamos enamorados de la imagen que proyectan los miles de millones de pantallas que se han dispersado por todo el planeta, y así se favorece ese ensueño embriagador que paraliza el pensamiento y, en última instancia, anestesia el alma con su seducción audiovisual. Vivimos una cultura narcisista y voyeur que se embriaga voluntariamente con la contemplación de imágenes sin mayor porvenir, con la única intención de saturar sentido y sensibilidad”.
Pero sin duda la faceta o la cara más despreciable de esta sociedad de consumo es la transformación de los niños en clientes. Las empresas han sabido ver la importancia de las peticiones de los pequeños en las decisiones de las compras de la familia. Así desde los calcetines de Mickey Mouse el niño pasa a la adolescencia con una videoconsola que equivale al sueldo del mes de su madre. Los niños pasan a ser cifras, audiencia, ventas y consumidores que devoran el sueldo de sus padres y que no valoran absolutamente nada. Todo esto surgió de la culpabilidad que sentían los padres al pasar poco tiempo con sus hijos, así que decidieron gastar más dinero en ellos.
Canales infantiles hipnotizan a los niños y los padres se sienten agradecidos porque la tele ejerce de niñera cuando lo precisan sin fijarse en otros efectos que provoca: los pequeños resultan adictos a las pantallas, desde lo gracioso de que respondan a los estímulos de los Teletubbies aun sin tener la capacidad del habla, hasta que no hay manera de despegarlos del televisor. Y puede que los padres se den cuenta y quieran recuperar su lugar pero llegan tarde, hasta el punto que está demostrado que los niños tienen una credibilidad mayor en lo que dice la televisión que en lo que dicen sus progenitores. La publicidad promueve un estilo de vida desaforadamente consumista, sexista, que promueve hábitos perjudiciales y estimula su ansiedad y más, así que merma su salud psíquica y física. De las 48 horas que un niño americano pasa viendo publicidad a la semana a la hora y media que dedica a hablar de algo un poco significativo con sus padres va un mundo. El autor se hace eco de algunos países europeos que han decidido prohibir la publicidad dedicada a los menores, pues sensiblemente han captado el desorden que causa en los infantes. Eliminan así la publicidad actual de las conciencias en formación de los críos, publicidad cargada de grasa, azúcar, sexismo y violencia. Pretende evitar que vean programas basura mientras ingieren comida basura. Cuan triste es ver como las cifras de depresión infantil e incluso suicidio infantil escalan año tras año. Me llaman la atención las cifras que reveló una encuesta en Estados Unidos que revela que el 93 por 100 de las niñas adolescentes tenía como actividad preferida ir de compras y menos de un 5 por 100, “ayudar a los demás”. Los universitarios así mismo tienen como prioridad hacerse ricos, mucho antes que valores tan importantes antaño como eran el de desarrollar una filosofía de vida propia.
En Estados Unidos y Canadá ya hay programas de secundaria que incluyen talleres lo lo que llaman “alfabetización mediática”. Dicha alfabetización consiste en ayudar a los estudiantes a “desarrollar un entendimiento crítico e informado de la naturaleza de los medios de comunicación, las técnicas de la industria mediática y el impacto de esas técnicas”.
El poder de los medios de comunicación es inmenso: pueden hacer apología de la violencia, fomentar conductas peligrosas, trasmitir valores equivocados, estereotipos sociales, comportamientos sexistas, o devaluar la autoestima de los más jóvenes con imágenes de moda y belleza inalcanzables que provocan enfermedades como la anorexia, la bulimia, la vigorexia, la depresión etc. Es triste pues la mayoría de estas imágenes tras las cuales los jóvenes van e idealizan, están retocadas y reflejan una realidad manipulada.
Bien hasta aquí los datos y la crítica. Pasemos a las soluciones, o mejor dicho a las posibles soluciones, es sencilla a la vez que complicada: la simplicidad voluntaria como antídoto al exceso de consumo. Tomar otras prioridades, leer, cultivar aficiones, viajar, conocer mundo, pasar más tiempo con los nuestros, ser críticos, alejarnos de los medios y del leguaje previsible que nos venden. Difícil también… ¿Por qué? Pues porque como dice Pérez Jiménez, “desde pequeños hemos sido entrenados para desear la colección completa de los 250 absurdos Pokémon. ¿Cómo voy a renunciar de mayor al BMW para dedicarle tiempo a mis hijos?”. Parece que al final lo que cuenta no es el tiempo que dediques a quienes te rodean sino los metros de tu casa, tu coche y tu cuenta corriente.
Para acabar, cabe preguntarnos cómo podemos hacer convivir ese ideal con la evidencia de la pobreza y la miseria, con el sufrimiento de millones. Claro, los que nos intentan vender pasan de hacernos ver lo mal que va el mundo si lo que quieren es que compremos sus productos. Solo las grandes catástrofes llegan nuestro saturado cerebro de cifras de muertos, números de accidentes y niños muriendo de hambre. Así que nosotros nos escudamos en nuestra impotencia por solucionar esos problemas y tiramos adelante arrastrando esa culpabilidad por no hacer nada. Y si esta ética de consumo que promueve el turbocapitalismo no acaba de aplacar nuestras ansiedades es porque, por debajo, se escondes sombras, dudas y conflictos no resueltos. Cambiamos de canal, pasamos de largo de los mendigos haciéndonos creer que en realidad no nos piden para comer… ¡Tomemos conciencia! Podemos seguir apartando la vista, pero nos costará creer que al llegar a nuestro lujoso jacuzzi ya seremos totalmente felices. Nos volvemos insensibles al sufrimiento lejano, despreciamos el dolor de quien no se parece a nosotros y sobrevaloramos el nuestro propio.
Además para desarrollar este estado de consumo nos cargamos nuestro planeta… Resultado: sociedad enferma, en estado de coma presumiblemente irreversible.
Les saluda Kóndor 21, libertad y pensamiento.